Bendita sea tu pureza, y eternamente lo sea,
pues todo un Dios se recrea en tan graciosa belleza.
A Ti celestial Princesa, Virgen Sagrada María,
yo te ofrezco, en este día, alma vida y corazón.
Mírame con compasión, no me dejes,
Madre mía. Amén.

Entró, pues, y se quedó con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando.
Lc 24, 30
Qué alegría y paz pudieron percibir en aquel momento, cuando accedió a entrar y a sentarse a su mesa. Podían seguir recibiendo sus palabras y su presencia, que les daba serenidad ante lo vivido. No acaban de ver, no acaban de aclarar sus dudas, pero aquello les daba sosiego, calmaba sus nervios. Y no solo se sentó con ellos, sino que tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio, a cada uno, como ocurrió unos días antes. Sus ojos, sus corazones, comenzaban a temblar, pero no de duda, ni de miedo, sino de luz, de esperanza, de vida…
Amigo: ¿alguna vez has encontrado esa serenidad, esa paz?, ¿lo buscas? ¿Eres consciente de todo lo que hay a tu alrededor? ¡Tantas cosas buenas! y, a veces, tan mal utilizadas. Pero ahí es donde tienes que ver con quién te sientas a la mesa. No valen engaños, ni falsas promesas. Ahí te revelas. Quieres sinceridad, vida, alegría, esperanza..., eres joven. Él quiere bendecir tu pan, tu vida, y también ofrecerla; ofrecerla, sí, ofrecerla como la suya. Comparte su mesa, tu mesa.
María, la Inmaculada siempre joven, entiende de tus búsquedas, de tus silencios, de tus miradas. Entiende que te agotes de engaños, de falsedades. Entiende que te reveles. Y como te entiende, Ella quiere que te sientes a la mesa, que compartas el banquete. Ahí encontrarás lo que buscas, respuestas verdaderas... que comprometen.