El abrazo a la gente fue siempre sincero y amable, cuidadoso y delicado, respetuoso. No se cansaba Francisco de decir a sus hermanos: "Si vais a un lugar y no os reciben, marchaos a otros; sed benignos; lo vuestro es anunciar la paz". Desde aquel memorable abrazo que Francisco había dado en sus años jóvenes a un leproso, había aprendido que las dolencias del alma son tan importantes como las del cuerpo. Y que aquellas solamente se curan a base de abrazos.
Nada de esto habría sido posible sin el gran abrazo, aquel que Jesús crucificado dio a Francisco, abrazo estrecho, gozoso y doloroso, con el que vivió toda su vida y que, al final, dejó incluso en su cuerpo su más queridas marcas. Él creyó, y acertó, que si se abrazaba al Crucificado su ideal estaba salvado y su vida nunca perdería sentido.
Hombre de abrazos, eso es lo que fue Francisco en su vida...
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